martes, 20 de enero de 2009

Morir de amor



Aprovechamos la azotea del edificio donde se tienden a secar las sábanas, para colocar unas tumbonas y atrapar los primeros rayos de sol de la primavera. Se decidió en la última junta vecinal, la primera tras mi llegada. Es una comunidad en la que aún da gloria. Un bloque muy antiguo de cuatro plantas sin ascensor, hermano de otros similares de su misma calle. Los peldaños de las escaleras gastados y los techos son muy altos, de esos que dejan que las habitaciones se llenen de aire.
Andaba yo con un guión en las manos. Tenía el título en letras negras, grandes, “Nadie se muere de amor”, cuando entró la vecina del primero a dejar que el sol la acariciase. Al verme el libreto me dijo muy sería.

-Si que se muere de amor. Le pasó al señor Ignacio.
Como mi relación con la vecindad por entonces era escasa, apenas hacía un par de meses que me había instalado en este piso, la naturalidad con que me hablaba me sorprendió. Aún asi, la incité a contarme la historia cuando comentó, que el señor Ignacio, había vivido en el piso primero puerta derecha muchos años.

-Eran el señor Ignacio y la señora Carmen,-dijo- años setenta, cuando en las casas todos los vecinos convivían de alguna manera. Ella estaba enferma, tenía una enfermedad degenerativa que la mantenía en la cama. Tenía las manos torcidas, yo lo recuerdo aunque era muy pequeña. La puerta siempre estaba abierta, desde la primera hora de la mañana. Él se encargaba de todo en la casa y las vecinas, en sus bajadas y subidas a la compra, hacían parada y echaban un ratito con la señora Carmen para entretenerla. Yo la recuerdo con una toquilla morada sobre los hombros y recuerdo perfectamente las manos torcidas, y los dedos como patas de pollo. Con las uñas siempre pintadas color rosa, casi carne. Se las pintaba él. Él vivía para cuidarla. La sentaba en la cama por las mañanas, hacía la casa, la comida y ella, siempre en su camita.. Recuerdo la ventana abierta de par en par y ella, con su camisón, la toquilla sobre los hombros, los almohadones… yo tendría cinco años. Pues la señora Carmen un día se murió. Y el Señor Ignacio duró… pues nada, cuatro meses o así, y todo el mundo lo sabía, se murió de amor.

Casi titubeando intenté quitarle emoción a aquel momento y desviar hacia cualquier otro tema la conversación. Entendí que cuando la escuchaba decirse por la ventana del patio “Inspira, expira… tienes que seguir respirando, inspira, expira, tienes que seguir respirando…” lo que hacía mi vecina del primero, no era yoga… intentaba no morirse de amor. Y la primavera ya estaba llegando.


(Foto de un diente de león)